A mis profesores
y alumnos del Colegio Pedro Poveda
Miguel Llamas, profesor de prácticas en el máster de Secundaria y antiguo alumno del colegio
Hacer las prácticas como docente en un centro en el que estudiaste
conlleva enormes sorpresas. Todo te parece más pequeño, los compañeros más
cercanos y la sala de profesores, esa gran desconocida, ya no alimenta tu
imaginación. Una vez que entras, todas las fantasías de tu época de alumno
desaparecen. Nada de sofás cómodos, ni cocinas extraordinarias y ni mucho menos
videoconsolas. Nada de jugar a la Play entre horas, esos espacios de tiempo se
aprovechan para corregir exámenes, para construir rúbricas de evaluación o para
preparar material. En esa sala, en la que se reúnen los docentes del centro, se
trabaja y también se ríe, por supuesto, pero sobre todo es el punto de
encuentro de un gran equipo profesional y personal y de una gran familia.
Pocos conocen, aparte de los profesores, lo que es entrar en un aula
con treinta niños. Al principio, y más si eres primerizo en esto de la
enseñanza, el pánico se apodera de tí, las dudas te invaden y solo esperas que
todo acabe bien y pronto. Sabes que la preparación que has recibido en el
máster ha sido escasa, intuyes que vas a ser observado por los alumnos con
lupa, que cada error que cometas será recordado hasta el fin de la humanidad, y
piensas que igual te has equivocado al elegir la docencia como profesión, aunque
lo que no sabes es que ella te eligió a ti.
Pero, cuando entras en esa aula, descubres la realidad y tu percepción
cambia por completo. Entrar en una clase de treinta niños es entrar en un
espacio en el que cargarte de energía, de juventud y en el que efectivamente
hay treinta adolescentes observándote, pero están hambrientos de experiencias
nuevas y ávidos de vida. Descubres que te reciben con los brazos abiertos, que
son generosos y están siempre dispuestos a perdonar y olvidar. Por fin
entiendes que no solo somos sus profesores o maestros, quienes les enseñan
cosas y examinan que se hayan aprendido la lección. Somos sus guía, sus
mentores, sus brújulas, su rosa de los vientos. No encuentro nada más sano para
el cuerpo y la mente de un adulto que acompañarles en este largo viaje que
desemboca en la madurez.
Es más, los docentes aprendemos de nuestros estudiantes, y mucho,
asimilamos todo lo que el alumno pueda decir o hacer. Cada día descubres que
poseen nuevas habilidades, intereses y conocimientos que jamás habrías
imaginado y de las que te alegras enormemente. Su opinión importa, y es por eso
por lo que quizás seamos tan pesados con que aprendan esto o sepan hacer lo
otro. Deseamos que en un futuro no muy lejano sean adultos autónomos, críticos
con su realidad y capaces de reflexionar sobre su papel en la sociedad. No
podemos más que demostrarles la capacidad que se les brinda de crear, gestionar
y de modificar la sociedad que les rodea. Tienen toda la vida por delante y en
sus manos está aprovecharla, ellos son los protagonistas y no podemos más que
agradecerles que nos dejen estar ahí. Gracias.